Al norte de Marruecos hay una pequeña ciudad azul y blanca que parece parte de la literatura fantástica beduina. Chefchaouen está en las montañas del Rif, situada en medio de un paisaje verde e imponente en verano, y blanco y fresco en invierno. La ciudad estuvo aislada del resto del mundo por casi 500 años, y ahora es un laberinto de ensueño para los que la visitan.
Fue fundada en 1471 como base de los marroquíes que luchaban contra la invasión portuguesa que ya ocupaba las áreas de la costa. Su locación remota –a más de cuatro horas de la metrópolis de Fez– protegió a la ciudad y permitió que sus habitantes se defendieran de influencias fuereñas (a diferencia de su enorme vecina).
Hoy es como una de las ciudades invisibles de Ítalo Calvino: es un laberinto de corredores estrechos y escaleras aún más delgadas donde no hay ángulos rectos sino leves curvas que unen
el suelo con los muros. Y todo, absolutamente todo es azul y blanco. Un tono de azul que se vende en polvo en los cientos de puestos de especies y tapetes que hay en las calles, porque la ciudad está siendo repintada constantemente.
El pueblo, además, está rodeado de plantíos de mariguana que proveen a la zona con kif, bebida que la mayoría de los hombres beben a las seis de la tarde. Por más que ahora esté abierta a viajeros y turistas, Chefchaouen sigue siendo un lugar aislado del mundo que tiene sus propias reglas y colores. Su nombre significa “Mira los cuernos” en bereber, una referencia a las montañas en forma de pico detrás de ella, que pintan un escenario dramático y la han cuidado desde siempre de influencias europeas.
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